Dos faros

 


Vas a levantarte sobresaltado. Vas a escuchar un sonido seco y familiar y te darás cuenta de que algo pasa con tu mamá. Vas a caminar y abrir la puerta de la habitación y en esos segundos tu atención va a estar concentrada únicamente en ella. “La mama es la mama” (sin acento en la a), solía decir ella. Vas a recordar eso, pero ya estarás frente al baño con su luz encendida: tu mamá tirada en el suelo, la espalda apoyada en el vanitory.

Le preguntarás qué le pasó. “Me caí” te va a responder. Vas a tomarla de las manos e intentar levantarla y te va a decir que no puede. Vas a intentar tomarla por debajo de las axilas y tampoco va a dar resultado. La desesperación va a empezar a crujir en tu carne, en tus latidos. Vas a buscar una frazada para que pueda hacer pie y colocarla en el piso y hacer otro intento que tampoco funcionará.

Los momentos límite muchas veces son difíciles de reconocer. Llega un punto en que todo comienza a verse con más claridad, como si un velo fuera despojado de nuestro campo visual. De tu campo visual.

Vas a pensar que lo que te está pasando en ese momento de alguna manera ya estaba trazado con antelación, como el plan de unas vacaciones de verano. O simplemente te cuestionarás si las cosas malas pasan por algún motivo en especial, o solo pasan porque sí, o porque así estaba designado, o porque simplemente una sucesión de hechos específicos se alineó para darle forma a lo que estarás viviendo.

Vas a ir arrastrándola de a poco hasta su pieza. Te va a empezar a decir cosas que no entenderás. Te va a nombrar primero una calesita y después un chuchillo. Le preguntarás qué quiere decir con eso y vas a dudar. No te va a responder. Te va a repetir varias veces que se quiere acostar. Vas a querer subirla a su cama.

La confusión y el nerviosismo como una estaca que se entierra sutilmente y con tanta facilidad. Después de varios intentos vas a desistir. Te va a pedir agua. Todo el tiempo te va a pedir agua y le vas a llevar una botellita. Te darás cuenta de que habla cada vez más erráticamente y de que su mandíbula se mueve de forma extraña. Vas a tener miedo de que le esté dando un ACV.

 Entonces vas a llamar a riesgo de vida de la obra social. Una vez que llegue la ambulancia, vas a hacer pasar a dos hombres vestidos de celeste que te van a ayudar a acostarla. Le van a hacer preguntas, pero ya no estará en condiciones de responder. Les vas a explicar todo: que se cayó, que dijo incoherencias, que pidió agua todo el tiempo. Van a decidir llevarla al hospital más cercano. Uno de los hombres va a ir a buscar la camilla. Después de unos minutos, el otro hombre va a avisarte que su compañero se tuvo que meter a la ambulancia, porque una perra pitbull salió. Tu perra. Vas a saber que ella no lo hubiera querido lastimar, que siempre saluda a todo el mundo como si fuera su dueño. Tan buena, tan mansa. Vas a salir por el portón de rejas y vas a encontrarla junto a la ambulancia. La vas a llevar adentro.

Tu mamá empezará a vomitar: color rojo. El terror tan cerca, como susurros, caricias ligeras y crueles: estigmas profundos. Luego de pasarla a la camilla, van a llevarla hasta la ambulancia. La van a acomodar de costado para que no se trague su propio vómito. Vas a subirte con ella y sentarte a su lado. Los hombres de celeste van a tardar unos cinco minutos en confirmar el hospital donde se hará el traslado. Te va a parecer que el tiempo se desdobla eterno, como si de un reloj de arena cayeran los granitos muy lentamente. Vas a permanecer ahí dentro: será como un cubículo diseñado para transitar el peor momento de toda tu vida. Vas a seguir sentado junto a tu mamá, sosteniéndola, intentando alejar sus manos de los aparatos de la ambulancia que se va a poner en marcha al fin. El viaje más largo.

Vas a decirle que tiene que aguantar. Tiene que aguantar por tus hermanos, por su nieto, por vos. Vas a ir repitiéndole sus nombres, como tejiendo una fina y resistente red, que la cubrirá y la separará de la muerte. Ese fantasma te va a invadir y vas a sentir el vértigo inevitable de hallarte en el abismo.

Una vez en la clínica la vas a ver mejor. La médica le va a preguntar su nombre y va a responder normalmente: una sensación de leve alivio. La van a tener muchas horas en un shock room y le van a hacer varios estudios. La van a operar y se va a salvar, aunque el cirujano te dirá: “No pudimos sacarle la piedra porque era muy grande”. Esa piedra se la van a sacar tres meses después en otro hospital. Todo implicará internaciones, noches sin dormir repartidas entre vos y tus hermanos. Le vas a decir “Te amo” (eso que tanto te costó desde siempre). Vas a cerrar la puerta de la habitación y dejarás surgir el llanto.

Toda la experiencia implicará un cimbronazo, una sacudida, como si las olas del mar te embistieran a cada minuto. Pero todo irá bien. La van a llevar a todos los médicos necesarios para hacerse controles, comprarle todos los medicamentos y buscarle todos los análisis que se haga. Más adelante, a pesar de descubrir que está enferma, también tendrá su pastilla diaria que la recuperará, como si un río recuperara su cauce de origen.

Cuando la lleves al último médico y se suban al auto, la vas a mirar a los ojos, los mismos que te acompañaron desde niño, y vas a sentir que una batalla fue ganada. Pero no va a ser una batalla. Comprenderás que fue la vida misma, una transición inevitable que a pesar de todo lo malo te devolvió esos ojos que tanto temiste perder, cuando parecía que todo se acercaba inminente al abismo. Esos ojos que serán como dos faros luego de haber navegado en la oscuridad de un mar oscuro y pétreo.

 

 

 

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