Un nido sobre mi piel
Quizás por orgullo decidí quedarme.
Las polillas llegaron en febrero, durante la ola de
calor del cincuenta y ocho. Nos dimos cuenta cuando abrimos los placares, se
habían comido toda nuestra ropa. La opinión generalizada en el pueblo decía que
era una plaga, pero más bien lo hubiera llamado invasión. Nuestra rutina diaria
siguió su curso y tratamos de adaptarnos lo mejor posible. En unos pocos días,
si uno salía a hacer las compras o a ver a alguien, era abatido por un pelotón
de polillas y su ropa quedaba maltrecha. Todos terminamos igual y por más que
usáramos trapos para taparnos, ellas seguían comiendo y comiendo, paciente y
delicadamente, cuantos harapos encontraran.
En marzo, debido a mi sensación de aire belicoso, ya
pensaba en posibles soluciones. Hacer justicia por mano propia: defender la
poca ropa que me quedaba. La había escondido en un cofre del vecino, quien
amablemente me lo había ofrecido. Estaba a la sombra de un roble junto a su
camioneta Institec Justicialista. Mi abuela me dijo que las polillas
siempre andaban metidas en nidos de pájaros, entonces salí a buscar por todo el
pueblo. Armé una antorcha: quemaría los nidos y los pájaros saldrían enseguida
y sobrevivirían y, por otro lado, mantenía la esperanza de que las polillas, en
su mayoría, no tuvieran la suficiente velocidad de reacción y sufrieran
quemaduras mortales. Las posibilidades eran escasas, pero tenía que hacer algo.
La verdad es que era muy traumático andar sin tus ropas por la vida. Y un día
empecé a hacerlo, y me mantuve firme por un tiempo, aunque no lograba el
cometido. Salía desnudo, no quería que nada suscitara su voraz apetito. Pero me
di cuenta de que no podía con ellas, que se estaban comiendo nuestras vidas,
despellejando nuestros anhelos. Por las noches rezaba y le pedía a Dios para que
las polillas desaparecieran. Le decía que quería volver a andar por la calle
enfundado en mis trajes, bien emperifollado, la gomina en el pelo, la cadenita
colgante en el chaleco. Ir al bar de la esquina, viajar a la capital e ir al
cine y al teatro. Antes de dormir se me entrecruzaban los pensamientos e
imaginaba que si iba a la capital en ese estado, sería el símbolo de la pobreza
para todos, ignorarían que mi falta de ropa sería porque las polillas me la habían
comido.
Más tarde, la resignación. Dejé de salir con mi
antorcha. Dejé de rezar. Mi abuela, mi única pariente que tenía cerca, había
muerto y todos se habían mandado a mudar, escapando de las polillas. Era como
si estuviera envuelto en una trama oscura, maligna. Entonces, llegando al final
del mes, salí en un mediodía caluroso. Las chicharras gemían y eso me
perturbaba tanto como la temperatura insoportable. Busqué un nido y me robé un
pedazo. Solo, en ese pueblo raleado, me tiré entre los pastos bajos y suspiré.
Esparcí las ramitas del nido sobre mí. Les pedí que se fueran y no volvieran
nunca más. Les rogué durante horas. De a poco se fueron sumando a mi alrededor.
Revoloteaban cerca. Se posaron sobre mí. Sentí que me comían tímida, pero
tenazmente. Atravesaban mi piel, mi carne, mis huesos, mis órganos. La luz del
sol impalpable me encandilaba como si estuviera anclado en el peor de los
estíos. Mientras todo se precipitaba a desvanecerme, pensé: ¿Por qué no me fui
de este pueblo apenas pude? Quizás por orgullo, quizás por ostentar una proeza
frente a todos. Quizás volverían a reunirse, de la misma manera que la juntura
de los ríos. Volverían a mi encuentro y caerían rendidos, de rodillas, como en
acto de adoración.
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