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La monotonía de mis días

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  Llegué a la capital desde La Pampa porque allá no me quedaba nada ni nadie. Alquilé la pensión y al principio no fue fácil. Algo me vieron para elegirme para este trabajo. Quizás notaron mi fanatismo por las películas porque de tanto en tanto lanzo una referencia cinematográfica. Pusieron cebo en las dos salas que se encuentran a mi cargo. No he visto ratas por acá, pero parece que alguien corrió el rumor y el dueño bajó la orden. El cebo sigue intacto desde hace días. El muchacho de la empresa encargada de desratizar dijo que una vez que la rata reina lo come, demora diez días en morir, así las otras van picoteando con confianza en el interín y, por consiguiente, también mueren más tarde. Mi vida va transcurriendo acá, en este viejo cine, y parece que se me escapa. Ya sin familia ni amigos, es dura. Necesito imperiosamente un amigo. Es un poco tedioso desenvolverme en esta realidad llena de sombras, las nocturnas, las diurnas, las de la sala cuando se proyecta una película. En eso

Un nido sobre mi piel

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  Quizás por orgullo decidí quedarme. Las polillas llegaron en febrero, durante la ola de calor del cincuenta y ocho. Nos dimos cuenta cuando abrimos los placares, se habían comido toda nuestra ropa. La opinión generalizada en el pueblo decía que era una plaga, pero más bien lo hubiera llamado invasión. Nuestra rutina diaria siguió su curso y tratamos de adaptarnos lo mejor posible. En unos pocos días, si uno salía a hacer las compras o a ver a alguien, era abatido por un pelotón de polillas y su ropa quedaba maltrecha. Todos terminamos igual y por más que usáramos trapos para taparnos, ellas seguían comiendo y comiendo, paciente y delicadamente, cuantos harapos encontraran. En marzo, debido a mi sensación de aire belicoso, ya pensaba en posibles soluciones. Hacer justicia por mano propia: defender la poca ropa que me quedaba. La había escondido en un cofre del vecino, quien amablemente me lo había ofrecido. Estaba a la sombra de un roble junto a su camioneta Institec Justicialista

Dos faros

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  Vas a levantarte sobresaltado. Vas a escuchar un sonido seco y familiar y te darás cuenta de que algo pasa con tu mamá. Vas a caminar y abrir la puerta de la habitación y en esos segundos tu atención va a estar concentrada únicamente en ella. “La mama es la mama” (sin acento en la a), solía decir ella. Vas a recordar eso, pero ya estarás frente al baño con su luz encendida: tu mamá tirada en el suelo, la espalda apoyada en el vanitory. Le preguntarás qué le pasó. “Me caí” te va a responder. Vas a tomarla de las manos e intentar levantarla y te va a decir que no puede. Vas a intentar tomarla por debajo de las axilas y tampoco va a dar resultado. La desesperación va a empezar a crujir en tu carne, en tus latidos. Vas a buscar una frazada para que pueda hacer pie y colocarla en el piso y hacer otro intento que tampoco funcionará. Los momentos límite muchas veces son difíciles de reconocer. Llega un punto en que todo comienza a verse con más claridad, como si un velo fuera despojado

Palmadas

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  En el pueblo es todo bastante monótono. Los fines de semana con mis amigos hacemos toda clase de cosas para pasar el rato. Vendemos las latas de gaseosa que nos van sobrando con el tiempo: vamos al negocio del viejo Guidara y nos da unas pocas monedas por cada una. Cuando tenemos suficientes, las gastamos en golosinas o en autitos de colección, nada muy caro. El otro día Fabio y Gambeta me dijeron que tenían una idea: ahorrar y hacer una vaquita para comprar un cuchillo de caza y así poder carnear liebres o perdices y venderlas en el almacén de Tito Falardi. Les dije que lo iba a pensar, aunque ya estoy ahorrando. Lo que nos hace falta y no podemos comprar por ser muy caro es un rifle, les dije.  A mi tío León, que es carpintero por vocación, siempre le gustó salir a cazar. En su casa tiene una vitrina de madera y vidrio donde expone su colección de rifles y carabinas. Podría pedirle que me preste uno.  Ahora es noche cerrada y el ruido de los autos y los pájaros se ha muerto hasta

Figura anómala

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  En aquel tiempo estaba viviendo una de las etapas más difíciles de mi vida. Cada día que pasaba sentía que me volvería loco. En mi nuevo barrio (Adrogué) nadie me quería. Era el tipo raro que deambulaba y ponía música por las madrugadas interrumpiendo el sueño de los vecinos del edificio. Creo que todos me odiaban, menos Víctor, un vecino de enfrente que siempre me saludaba amablemente, me preguntaba cómo estaba, cómo me trataba la vida y ese tipo de cosas. En repetidas ocasiones me regaló postres que él mismo cocinaba. De todas maneras yo seguía inmerso en mi mundo, en mi obsesión. Estaba enamorado de una chica, con sinceras y desmesuradas intenciones de protegerla y salvarla de un destino trágico que era inminente. Mi Polaroid ya me lo había dicho hacía un tiempo. Pese a esto, jamás pude haber tenido algo con ella. Mi obsesión fue tan grande que terminó denunciándome por acoso y al día siguiente me interrogaría la policía. Antes de mudarme a Adrogué, estaba viviendo en Longchamps

Monte Perumé

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Soy prisionero y mi destino es nefasto y mi sufrimiento va en aumento. Ya no tengo fuerzas para incorporarme y mis brazos encadenados están acalambrados. Tengo hambre y no he bebido nada en este tiempo. Un guardia abrió la puerta del calabozo y una silueta asomaba por detrás. Era el rey. En veinticuatro horas voy a ser ejecutado, sí, ejecutado. Estoy desolado y desearía pertenecer a la alta alcurnia pero debo pensar en ella ¡No dejaré de pensar en ella! Porque de esa manera estaré preparado para mi deceso. Ella no tiene la culpa, el problema fui yo. Fui yo el que la miró aquel día cuando bajaba de su caballo. Fui yo el que la siguió por la noche, cabalgando hasta el Monte Perumé y lo fue convirtiendo en nuestro lugar. Fui yo el que le envió cartas por medio de aquel mensajero ¡Traidor! Si no fuera por él yo no estaría esperando mi final porque se supone que un mensajero debe ser confiable y sin dudas ha leído aquellas cartas ¿Cómo se puede ser tan inmoral? ¡Pero tenes que pensar en ell